23 de marzo de 2008

Crónica

Esplendor natural y asombro humano

Por Karina Moreno Rojas

“Ya no hay acceso, el museo está saturado ya no podemos permitir la entrada”, argumenta el personal de seguridad del Museo Nómada del Zócalo de la ciudad de México. La fila es interminable y las personas siguen llegando al lugar sin importar el fuerte Sol ni los molestos mosquitos que rondan alrededor de los vasos de fruta que se han comprado.
“¿Pero por qué? permítanos la entrada, si el museo cierra hasta las ocho, ¿qué le pasa?” protesta una mujer de edad avanzada que lleva a su nieto a ver la exposición, mientras éste con cara de cansancio e insolación se rasca la cabeza en señal de desgano. Casi no hay viento, al fondo la bandera mexicana no se mueve, parece que también el desgano y aburrimiento la han abatido.
El centro histórico está lleno. Los danzantes descansan mientras encienden el incienso que les queda; a su encuentro algunos niños toman aire y se aguantan la respiración mientras un chico corre por el asco que le provoca el olor. El Sol brilla tanto que deslumbra a los que le intentan ver, los bebés acalorados lloran continuamente, los adultos se irritan y gritan sin razón aparente y los jóvenes se refrescan tirándose botellas de agua completas sobre el cuerpo.
Ha pasado una hora desde que el acceso fue clausurado. Los policías abren de nuevo la entrada y los visitantes se amontonan sonrientes. Los olores se dispersan, el sudor hace presencia y las gotas de unos se mezclan con las de otros en la fila.
El acceso es rápido, una vuelta completa al museo a paso apresurado, pero llegando a las bancas que forman el camino zigzagueante hacía la entrada, un policía mal encarado, robusto y moreno detiene la fila -no hay paso, ya no hay acceso al museo- indicó -¡a cómo chingados no! ¿Qué cree que no mas así me metí o qué?- argumenta una señora gorda y sudorosa que parecía hombre con vestido, pues su bigote estaba muy pronunciado. Enseguida un apuesto joven le advierte al enojado uniformado “de menos ten la molestia de preguntar compadre”.
Sin más, después de un rato se permite el acceso. Las botellas de agua y las bolsas de chicharrones que amortiguaron el hambre caen del bote de basura cercano a la entrada, pues el consumo ha sido grande.
El alboroto cesa, el silencio impera como acto de respeto a lo desconocido. El museo a media luz se muestra imponente. Los soportes de bambú cuelgan del techo triangular. A las orillas, el agua obliga a la gente a caminar por el centro; tiene así la doble función de impedir que toquen las fotografías. No faltan quienes le enseñan a su niño a pedir un deseo con los ojos cerrados y lanzar una moneda al agua cual si fuera una fuente.
A cada lado se observan impresionantes imágenes de niños y mujeres compartiendo el espacio y tiempo con los elefantes, animales de gran tamaño que parecen inofensivos y pequeños junto a las manos humanas que los acarician.
“Su mirada es profunda y sabia como la de los abuelos… las arrugas que circundan el ojo dejan ver el paso de los años por su mirada, son increíbles, parece que nos observan”, explica una chica a su novio mientras éste con interés observa el ojo del elefante y la abrazaba por la cintura.
Al fondo de la sala, una pantalla gigante muestra un video de ocho minutos sobre el encuentro humano y la naturaleza que Gregory Colbert ha capturado a través de las lentes de una cámara. La gente se avienta por ganar lugar pues los asientos redondos de madera son escasos. Los niños son los más lastimados, pisoteados y apachurrados entre los cuerpos grandes y gordos de los adultos; sólo se sabe que están presentes por sus quejidos: “no veo nada mamá”, “ya me pisaron ¡au!”.
Acaba la proyección. Como caballos en estampida todos corren a mano derecha hacia la segunda sala, donde los lugares de nuevo son pocos y muy codiciados, la cinta de esta ocasión es de una hora… al cabo de un rato los talones duelen, las piernas sienten hormigueo, los observadores se mecen en sus propios pies o bailan de un lado a otro. El calor también es insoportable aunque no tanto como los ruidos de niños fastidiados y aburridos.
“Es el video más hermoso que he visto”, dicen unos, “¿esos son vacas marinas?”, preguntan otros. La película muestra la grandeza de la naturaleza, el esplendor de los manatíes, la fuerza y ternura de los elefantes, la agilidad y libertad del águila, la majestuosidad de chitas y linces y el respeto y cuidado de los humanos.
La voz de Colbert se escucha, habla de 300 cartas escritas y del esplendor natural vinculado a la vida y asombro humano, finaliza con el nombre que ha llevado esta exposición a lo largo del mundo: ashes and snow (cenizas y nieve).
Al terminar la proyección más de uno busca la salida, ya no quieren acabar con el recorrido. Les impiden salir y continúan molestos y a paso apresurado. En la siguiente sala un video más, hay quien ni siquiera gira a ver las imágenes; en esta ocasión la presentación es de sólo cinco minutos y muestra la ternura del mono y la unidad con el humano.
Frente a la pantalla un pasillo largo muestra a cada lado fotografías al igual que en la primera sala. La grandeza de un águila prestando sus alas como propias a un niño africano, es de las que más impresiona. “Me encanta esa, mira el chita con que tranquilidad y soberbia observa el horizonte permitiendo al niño estar recargado en él”, comenta un joven que sin dejar de tomar de la mano a su novia la conduce hasta la fotografía.
Al final del recorrido el mundo vuelve a ser el mismo: ruido, luz, gritos, olores… se deja atrás la tranquilidad de un espacio aparentemente distinto, un espacio de confidencias, con luces opacas y esplendor en los costados, con agua y bambúes que provocan la sensación de naturaleza, de un lugar distinto a la ciudad en que se está.
En la tienda del museo la compra y venta de postales es lo más común, el precio lo permite, sólo son 10 pesos, sin embargo los posters son de 200 o 250 pesos dependiendo el tamaño, por lo que muchos optan por sacarle fotos a los expuestos en la tienda.
-¿Te gustó hijo?- pregunta una madre a su pequeño –um pues sí pero no veía mucho- responde decepcionado. Al cruzar la puerta de salida el aire frío provoca abrazos entre los acompañantes de cada visitante.
Se hace una nueva fila para salir. A paso lento se llega hasta el expendio de agua en donde regalan un vaso lleno, pero sólo cuando hay personal que se encargue, en esta ocasión la gente se irá sin nada.
Con la bandera de fondo ondeándose de forma erguida y dándole movimiento a las alas del águila que tiene en su centro, una nueva fila de personas inconformes reclaman a los policías y cuerpos de seguridad el cierre al acceso del museo, “¡aun hay tiempo son las seis!”, grita una chica y otros la respaldan.

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